lunes, 25 de noviembre de 2013

Un día en la vida

Era un día soleado y frío, cuando la maestra se dio cuenta de que a aquel niño risueño y ocurrente, algo le ocurría. Lo conocía perfectamente. Lo cogió con tres años y lo va a llevar de la mano al cole de los mayores. Y es verdad que no estaba bien. Ni brilló en la asamblea, ni cantó el cumpleaños feliz a una buena amiga suya. Pronto la mayoría de la clase lo supo, si bien sólo unos pocos lo sintieron. Antes de que él mismo lo supiera, se acercó a acariciarle el pelo la que se hacía pasar por su novia, sin que él supiera que lo sería para siempre. Sólo fue eso, caricias. Caricias que en ese momento no hicieron nada. Y el día seguía. Él empezó a acordarse, sin motivos, de sus padres y de su hermano. Tampoco ese recuerdo le hizo animarse, es más, puede que le hiciese pensar en que no lo querían lo suficiente. Y el día transcurría sin mayores sobresaltos. El niño seguía haciendo los deberes, no eran muy difíciles, pero cuando terminaba, antes que la mayoría de sus compañeros y compañeras, sólo pensaba en resguardarse en su habitación. Y de repente llegó el recreo y se alegró. Pensó en pasar todo el rato metido en el servicio. Sin nadie que le preguntase, que le pidiese, que le necesitase. Pero su pequeña única novia lo leyó todo en sus ojos antes de que la sirena tocase. Una vez fuera y viendo que él no estaba en el arenero, mandó a sus amigos a buscarlo. Sólo fueron dos. Uno no fue porque no la escuchó, otro porque no lo sintió importante y el otro no estaba, hacía una semana que se había mudado a un pueblo de Madrid por motivos familiares. Cuando llegaron al baño se sentaron junto a él mientras se tomaban el desayuno. Y lo vieron llorar. Salieron juntos al patio como si nada hubiese pasado. Pero no era verdad. El recreo terminó y todos volvieron a la clase. Fue en el pasillo, donde se encontró a su primo menor, al que tenía el deber de proteger y al que le daba miedo expresarle su dolor. Éste, sabiéndolo le dedicó una enorme sonrisa mientras se marchaba. Después se hizo todo un poco más leve, ya que se acordó de lo que aquel profesor calvo y con zapatos rojos les dijo uno de los primeros días de clase, sobre cómo comportarse cuando uno se siente triste. Y lo fue aplicando. Lo fue pensando. Lo iba sabiendo. Cada vez se encontraba menos apagado y justo antes de tocar la sirena de salida, sintió como su amigo lo levantaba del suelo por las axilas (el otro olvidó las lágrimas nada más salir del baño), mientras que su única novia la cogía de una mano y su amiga (a la que no felicitó) de la otra. Entre los tres lo pusieron en pie y le sacaron la primera sonrisa del día. Juntos le ayudaron a recoger los lápices y a ponerse el abrigo. Mientras esperaba para salir, pudo ver por el cristal, como su primo dejaba de un lado su fila para esperarlo en la puerta de su clase. Todos juntos salieron a la puerta donde hoy, sin saber por qué, le esperaban sus padres junto a su hermano pequeño. Todos ellos con la sonrisa puesta y el pecho receptivo. Fue un día nada más el que necesitó aquel niño para saber a quién acudir, a quién agradecer, a quién querer.